martes, 13 de julio de 2021

Algo está cambiando en Cuba

Fernando Rodríguez Doval

Algo está cambiando en Cuba. Algo se está moviendo. Los sones de la libertad, al grito de “Patria y Vida”, se escuchan por todos los rincones de la isla caribeña. Al momento de escribir estas líneas no se sabe qué ocurrirá con el movimiento espontáneo que ha sacado a miles de personas a las calles, quizá como nunca en sesenta y dos años de dictadura comunista, pero podemos intuir que ya nada será igual. 

Los cubanos ya no aguantan más. La propaganda del régimen, diseminada por edificios, carreteras y anuncios panorámicos, no les da de comer. Porque de ideología no se come ni se vive, aunque sí se puede morir. Hay desabasto de medicamentos a la par de un vertiginoso aumento de contagios de Covid-19; los alimentos escasean más incluso que antes; servicios básicos como el agua, el gas o la luz no están llegando a los hogares. Aunado a lo anterior, el gobierno comunista ha echado a andar toda su maquinaria represiva con tal de mantenerse en el poder.

Contrario a lo que el relato revolucionario ha difundido con gran éxito, en 1958 Cuba era una de las naciones más prósperas de toda América. Tenía un ingreso promedio mayor a casi todos los países de la región –entre ellos México— y sus tasas de alfabetización y de lectura diaria por habitante superaban a casi todos los demás. Tenía también los mejores indicadores en materia de salud. Contaba con una clase media independiente y pujante, de cuyas filas salieron los líderes revolucionarios que, en un inicio, decían querer un cambio político para democratizar el régimen, pero que jamás aludieron a una eventual subversión del orden económico.

El Manifiesto de la Sierra Maestra, con el que Fidel Castro convocó al pueblo cubano a la lucha contra Fulgencio Batista y que fue publicado el 28 de julio de 1957, jamás habló de instaurar un régimen marxista – leninista (puede consultarse aquí: http://cedema.org/ver.php?id=3413). Por el contrario, hablaba de libertades, elecciones “absolutamente limpias e imparciales” en el término de un año, o “el encauzamiento democrático y constitucional del país”.

Sesenta y dos años después, los cubanos siguen esperando el cumplimiento de esas promesas. Porque una vez que llegaron al poder, los revolucionarios encabezados por Fidel Castro establecieron una dictadura comunista que prohibió todos los demás partidos, concentró el poder, clausuró las libertades más elementales y persiguió a todo el que se opuso a tales decisiones, entre ellos varios revolucionarios primigenios como Huber Matos, que pasó más de 20 años en la cárcel y luego fue expulsado del país, o Camilo Cienfuegos, desaparecido tras un misterioso accidente de aviación, y a quien tras su muerte convirtieron en un mito, a pesar de que jamás fue comunista.

Esa dictadura ya ha durado más de sesenta años. Por mucho que se esfuercen sus apologistas en hacer maromas argumentativas, lo cierto es que hoy Cuba está muy lejos de ser esa utopía comunista que pregonan. El sistema de salud está colapsado, no hay medicinas, hay desabasto de alimentos, las jóvenes se prostituyen a fin de obtener los bienes más básicos, la carestía es la norma y no la excepción. Además, se reprime al disidente y no pueden ser ejercidos los derechos y las libertades más fundamentales.

Ante esta situación, genera repulsión la reacción del gobierno mexicano y de los que Lenin llamaba “tontos útiles”. El primero, recuperó su gastado e hipócrita discurso de la “no intervención”, utilizado convenencieramente según los intereses y preferencias políticas del lopezobradorismo. Los segundos, varios de ellos integrantes de nuestra élite intelectual, arguyen que el bloqueo comercial es realmente el culpable de la crisis humanitaria que vive la isla. Es importante rebatir esto último. Culpar de la nueva crisis cubana a ese supuesto bloqueo internacional, además de pueril, es falso. Cuba tiene acuerdos comerciales con prácticamente todos los países de América Latina, así como con varios de Europa y Asia. El problema quizá sea, más bien, que ningún particular puede participar en esos acuerdos. Es decir, el problema no es el supuesto embargo internacional –hasta con Estados Unidos tiene Cuba algunos intercambios— sino el estatismo comunista que impera en su economía. Que no exista libre intercambio de bienes y servicios en Cuba desalienta la generación de riqueza e incentiva el mercado negro y las múltiples ilegalidades.

¿Hacia dónde debe ir Cuba? A pesar de todo, parece estar claro. No se necesitan doctorados en ciencia política para saber que Cuba va a estar mejor si hay elecciones libres, organizadas por una autoridad independiente e imparcial; si se disuelve el Partido Comunista como partido único y de Estado y se reconoce y se permite la pluralidad política indispensable en cualquier democracia; si se elabora una nueva Constitución que establezca un régimen democrático que garantice los derechos y las libertades fundamentales; si se permite una verdadera economía social de mercado que permita los libres intercambios de bienes y servicios. Por supuesto, lograr todo ello no será sencillo, pero es indispensable que oposición y gobierno den los pasos hacia allá. En paralelo, se deberá reconstituir el tejido social, periclitado por más de seis décadas de control totalitario estatal.

Una esperanza se presenta en el horizonte. Lo inédito y numeroso de las protestas de las últimas semanas hace pensar que algo está cambiando en Cuba. Los cubanos han perdido el miedo y han decidido no callarse más. Ojalá así lo entiendan sus gobernantes y la comunidad internacional.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

El regreso de Fox


El pasado sábado, en plena Asamblea Nacional en la que el PAN conmemoraba sus primeros ochenta años, Vicente Fox regresó al partido. Lo hizo al más puro estilo del hijo pródigo: después de años de desencuentros y de acercamiento con el PRI. Y al más puro estilo del propio Fox: con una gran capacidad de comunicación y una frase que al día siguiente fue la nota en todos los medios: “¡Hay que darle en la madre a la 4T!”. Genio y figura, pues.

Resultado de imagen para vicente foxMás allá de lo anecdótico –las botas de charol, José Luis Borgués, y cosas por el estilo—la verdad es que Vicente Fox fue un muy buen Presidente. Durante su gobierno hubo una reducción efectiva de la pobreza, la mayor en la historia reciente de México. A pesar de un entorno internacional muy complicado, marcado por el 11 de Septiembre en Estados Unidos, logró mantener estabilidad y un tímido crecimiento económico que hacia el final de su sexenio era de alrededor del 5% del PIB (ya quisiéramos hoy crecer a una tercera parte de eso). Transformó una política exterior anquilosada en un nuevo activismo que se dedicó a defender, con algunos exabruptos ciertamente, la democracia, los derechos humanos y las libertades en la esfera internacional. Fue en todo momento respetuoso de la separación de poderes y creó instituciones fundamentales para garantizar derechos, muchas de las cuales, por cierto, hoy están amenazadas o ya fueron desaparecidas: el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social, el Instituto Nacional de Acceso a la Información o el Instituto Nacional de Evaluación de la Educación. En su gabinete había personajes de primer nivel, como Julio Frenk, Jorge Castañeda, Carlos Abascal, Josefina Vázquez Mota, Santiago Creel o José Luis Luege.

Por todo ello fue que terminó su sexenio con una alta aprobación ciudadana, mayor al 60%, lo cual fue determinante para que el candidato del PAN, Felipe Calderón, pudiera ganar la muy reñida elección presidencial de 2006.

Como ex Presidente, Fox ha cometido errores. El principal llamar a votar por Enrique Peña Nieto en 2012 y coquetear con Meade en 2018, a pesar de que finalmente votó por Ricardo Anaya. Sin embargo, su figura está ya en la historia de México. Y si alguien tiene experiencia en derrotar a López Obrador, es precisamente Fox. Por eso los de Morena están tan molestos con esta reincorporación.

Hizo bien el PAN en reconocerlo e invitarlo nuevamente a sus filas: en sus ochenta años de trayecto en la vida pública de México, Vicente Fox ocupa un lugar fundamental. El histórico cambio político de 2000 no hubiera sido posible sin el talento y el carisma del guanajuatense. Ahora debe el PAN tener la capacidad de comunicar que el regreso de Fox no es un acto aislado, mucho menos un reemplazo mediático de la actual dirigencia, sino un acto generoso de ésta para ir a buscar a todos aquellos que en estas ocho décadas han sido piezas fundamentales del partido pero por diversos motivos, muchos de ellos legítimos, se han alejado del mismo.

Por lo pronto, es evidente que el presidente del PAN, Marko Cortés, se apunta un tanto con esta suma, que seguramente irá acompañada de muchas otras. En un país polarizado como al que nos está llevando AMLO, ninguna figura puede quedarse en la banca.

sábado, 20 de abril de 2019

Notre Dame y el espíritu de Europa


El incendio de una parte de la catedral parisina de Notre Dame conmocionó a todo el mundo. Jefes de Estado y líderes de diversas naciones expresaron su tristeza y su disposición a colaborar en la reconstrucción. En los medios de comunicación se hizo énfasis en su arquitectura gótica –quizás sea la construcción más emblemática de este estilo— y en que es el monumento de Francia más visitado al año por los turistas, alrededor de trece millones.

Lugar turístico, joya arquitectónica y símbolo de Francia, la Catedral de Notre Dame es, sin embargo, mucho, muchísimo más que eso. Notre Dame encarna y representa los valores de esa Europa milenaria que hoy pareciera estar en declive. Lo dijo de manera magistral Gabriel Albiac en un artículo publicado en tiempo real mientras las llamas devoraban la aguja de la Catedral: no es arte lo que se destruye, es espíritu.

Europa ha sido una identidad histórica, cultural y moral, más que una simple referencia geográfica o, recientemente, una unión política y económica. Esa identidad se ha construido a partir de un conjunto de valores universales que, como bien señaló Benedicto XVI, el cristianismo contribuyó a forjar para que pudieran actuar como fermento de civilización. El Papa Emérito se ha lamentado en numerosas ocasiones de que la Europa actual esté perdiendo la confianza en su propio porvenir por privilegiar una razón abstracta que pretende emanciparse de toda tradición cultural.

Esa tradición cultural europea de origen judeocristiano va más allá de las prácticas religiosas puntuales o de creencias individuales. Incluso agnósticos como Marcello Pera o el ya mencionado Albiac han subrayado su relevancia. Es una herencia que se ha transmitido durante generaciones, es ese “rumor de fondo” del que habla con acierto Rafael Navarro-Valls cuando hace alusión a la “democracia de los muertos”, es decir, a esa suerte de pacto que nos incluye no solo a las generaciones actuales: también a las que ya pasaron y a las que habrán de venir.

Esa tradición fue llevada por Europa a América y a otras partes del mundo que hoy forman parte de la civilización occidental, esa que bebe de tres grandes fuentes: la razón griega, el derecho romano y el amor cristiano. Atenas, Roma y Jerusalén se fundieron en una tradición de la que se derivan valores como la dignidad humana, la libertad, la solidaridad, el respeto a la vida, la igualdad o la fraternidad, los cuales ya están hoy reconocidos en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

Notre Dame simboliza todo eso. Al igual que las otras imponentes catedrales europeas, se construyó pensando en lo sagrado, en lo inmaterial, en lo trascedente. Como consecuencia de esos altísimos propósitos y de ese espíritu creador, el arte se manifestó en toda su plenitud y a lo largo de ocho siglos ha logrado resistir la ira de los revolucionarios, la barbarie de los comuneros, los horrores de dos guerras mundiales y ahora un devastador incendio.

Si a partir de lo acontecido esta semana ese espíritu se renueva, el incendio de la vetusta Catedral puede convertirse no en una tragedia sino en un sacrificio, es decir, en un holocausto que no es en vano.

sábado, 27 de febrero de 2016

Libertad religiosa, laicidad y el Papa Francisco


Su Santidad Francisco ha sido el tercer Papa en venir a México. Su visita pastoral ha sido tan exitosa en términos populares como las de sus antecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI: calles, plazas, templos y estadios se llenaron para ver y escuchar al sucesor de Pedro. Será en el futuro cuando sabremos si sus mensajes fueron también semillas fecundas que dieron abundante fruto. Por lo pronto, su presencia nos invita a reflexionar sobre el siempre actual tema de la relación entre Iglesia y Estado.


Hoy pareciera existir un consenso bastante amplio en el mundo occidental en que el Estado debe ser laico, ya que sólo así se puede garantizar la plena libertad religiosa. Ahora bien, laico de ninguna manera significa antirreligioso ni ateo; supone la neutralidad en materia no solamente religiosa, sino también ideológica a fin de que las diversas creencias de todo tipo puedan competir por conquistar las voluntades libres de los ciudadanos en un marco de civilidad y respeto. Esa neutralidad no implica, empero, que el Estado, en tanto que organización política suprema de una sociedad, tenga que ser ajeno a la historia y las tradiciones culturales de ésta; es así como, por ejemplo, en Estados Unidos el Presidente jura el cargo sobre una Biblia, en Argentina el Presidente inicia su mandato con un Te Deum o en España el Rey presenta una ofrenda cada año al Apóstol Santiago. Sin hablar de que la gran mayoría de las constituciones democráticas incluyen en sus preámbulos algún tipo de invocación divina o de reconocimientos de sus raíces religiosas, sin que nadie se escandalice por ello.

Está claro que las religiones no plantean soluciones políticas concretas y específicas a los problemas coyunturales a los que se enfrenta una sociedad, pero sí juegan un papel fundamental para proponer principios morales objetivos y universales. En eso consiste precisamente la laicidad positiva: permitir o incluso promover el intercambio fructífero entre las diferentes cosmovisiones a fin de encontrar puntos en común que ayuden a una sociedad a desarrollarse más integralmente. Esa laicidad positiva busca garantizar la plena libertad religiosa, tanto en lo público como en lo privado, y se opone a ese laicismo intolerante que pretende erradicar cualquier referencia religiosa del espacio público y negar el ámbito de lo sagrado, como si éste no formara parte de la tradición cultural de la humanidad a lo largo de toda la historia.

Las religiones tienen una función relevante en la formación de virtudes cívicas y, por lo tanto, son una oportunidad y no una amenaza para un sistema democrático. No son pocas las ocasiones, en el mundo entero, en que la religión motiva a los ciudadanos individualistas a involucrarse en su comunidad para sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común.

En este esfuerzo, el católico –al igual que el creyente de cualquier otra religión— no debe renunciar a su propia singularidad: sólo puede haber diálogo fecundo desde la claridad de las convicciones propias. Convicciones que se traducen en compromisos ineludibles: el Papa Francisco fustigó la corrupción, el narcotráfico, la violencia, la exclusión de los indígenas o la cultura del descarte, y abogó por la construcción de una civilización del amor en la cual la dignidad humana sea plenamente respetada y en la cual “no haya necesidad de emigrar para soñar; donde no haya necesidad de ser explotado para trabajar; donde no haya necesidad de hacer de la desesperación y la pobreza de muchos el oportunismo de unos pocos” (Ángelus en Ecatepec).

Durante más de un siglo, México vivió la paradoja de ser una de las naciones con mayor porcentaje de católicos (en algunos momentos cerca incluso del 100% de la población) y al mismo tiempo tener una de las legislaciones más laicistas y restrictivas de la libertad religiosa. Esto provocó una auténtica esquizofrenia social que condujo inexorablemente a la doble moral: los católicos tenían que esconderse para practicar su fe o participar en el espacio público, y las autoridades vivían en la más absurda simulación –como cuando el muy hegeliano López Portillo llevó al Papa Juan Pablo II a Los Pinos para que diera una Misa a su madre. Eso todo, por fortuna, se ha ido terminando. Que el Papa Francisco haya asistido a Palacio Nacional es una muestra de normalidad democrática, lo mismo que el Presidente o cualquier servidor público haya comulgado durante una Misa. Otra cosa es que hubiera funcionarios con un largo historial de comportamientos públicos poco edificantes y no precisamente muy cristianos casi peleándose por aparecer en la foto con el Papa Francisco. Eso ya quedará en la conciencia de cada quien.


sábado, 21 de febrero de 2015

¿Un héroe anónimo?

Hoy parece difícil de creer, pero durante muchos años en México no existió la libertad educativa. Los padres de familia no podían formar a sus hijos según sus propias convicciones, las escuelas privadas eran hostilizadas por el gobierno y el libro de texto oficial se imponía como única verdad. Fueron muchas las personas que trabajaron por remediar esa situación, algunas desde la visibilidad de la lucha pública, otras desde el trabajo cotidiano, discreto, pero al mismo tiempo  firme y pertinaz que tuvo como consecuencia más reciente que la Constitución mexicana reconociera expresamente a los padres de familia, en lo que sin duda podría ser calificado como una histórica victoria de la libertad.

Uno de estos últimos fue Pedro Uriel Rodríguez. Hombre dinámico, afable, enjundioso, fue durante muchos años colaborador destacado de la Unión Nacional de Padres de Familia, organización creada en 1917 para salvaguardar el derecho de los padres a educar a sus hijos. Nada más, pero nada menos. Junto con su esposa Rocío, Pedro Uriel fue el creador de la revista Cumbre, la cual llega a cientos de escuelas de todo el país y a miles de padres de familia, y que contiene artículos sobre pedagogía, historia, ética y educación. Especialista en temas de formación y autor de varios libros, a últimas fechas Pedro laboraba en la Secretaría de Educación Pública del Estado de Guanajuato, desde donde defendía los mismos valores que antes en la sociedad civil, valores enfocados en una educación integral que no solamente capacite en la inteligencia sino que también forme en la voluntad.

El pasado viernes, primero de la Cuaresma, Pedro Uriel falleció. Entregó su alma a Dios después de varios días de intensos tratamientos y sufrimientos que aceptó sin protestar. Esa frase hecha que dice que “todos somos necesarios pero ninguno es indispensable” vuelve a demostrar su falacia: Pedro era de esas personas indispensables en toda organización humana porque con su buen humor, sabiduría y optimismo era capaz de sacar de cada uno lo mejor de sí. Pero, sobre todo, era de esas personas, hoy tan escasas, que buscan transformar la realidad a partir del compromiso con unos principios. En el caso de Pedro, eran los del humanismo cristiano.

Lo vamos a extrañar. Y mucho. En un país en donde la educación sigue siendo una asignatura pendiente, en donde la corrupción carcome a las instituciones públicas y privadas y en donde la violencia no cesa, ejemplos como el de Pedro Uriel iluminan el camino y nos indican hacia dónde ir. En el dolor de su partida, nos queda la esperanza de aquella frase de Chesterton retomada por los requetés en España: ante Dios nunca serás un héroe anónimo. Descanse en paz.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Las lecciones de Ignatieff

Desde siempre han convivido en la historia del pensamiento las visiones utópicas de la política con aquellas cuyo pragmatismo raya en el cinismo. Lo mismo Platón que Maquiavelo son autores obligados. Son pocos, sin embargo, aquellos que han logrado conciliar con habilidad ambas perspectivas para tener una visión de la política más cercana a la realidad. Michael Ignatieff es uno de ellos. En su libro Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en la política, Ignatieff nos cuenta su propia historia: la de un intelectual canadiense muy respetado, catedrático en Harvard, que se mete a la política de forma un tanto abrupta y comienza a experimentar toda la adrenalina de esta actividad, con sus triunfos y sus derrotas, sus ilusiones y sus decepciones. Seis años muy intensos como parlamentario y líder de la oposición –a punto estuvo de ser primer ministro si hubiera prosperado una moción de censura— que culminan con una estrepitosa derrota electoral y un rosario de vivencias y enseñanzas. “Perseguí el fuego del poder y contemplé cómo la esperanza quedaba reducida a cenizas”, afirma resignado.

Más que un libro de memorias, Fuego y cenizas es un texto lleno de reflexiones. A partir de sucesos puntuales el autor medita sobre la naturaleza de la política. Por un lado, reconoce que no se debe participar en ella desde la candidez ni la inocencia pero, por otro lado, no pierde la esperanza de que a través de esta actividad las personas logremos definir lo que es común a todos. Lo dice Ignatieff desde el inicio del libro: el reto de la política democrática es no perder la fe en sus ideales, a pesar de la realidad.

Durante su período como líder de la oposición en Canadá, Michael Ignatieff fue víctima de una feroz campaña negativa que lanzó en su contra el partido gobernante, en la que se enfatizaba que estaba en la política sólo de paso y que gran parte de su vida la había pasado en Estados Unidos, completamente alejado de la realidad canadiense. El autor evoca este episodio con enorme pesar: reconoce que esa campaña fue tremendamente efectiva a la hora de presentarlo ante los ciudadanos como un académico frívolo que quería obtener, sin merecerlos, los beneficios del poder. Es aquí donde Ignatieff hace una reflexión sobre la civilidad que debe prevalecer en todas las democracias, a pesar de las diferencias. La civilidad, dice el autor, es el reconocimiento de que la lealtad de tu oponente es igual a la tuya, de igual modo que su buena fe es igual a la tuya. Si los adversarios se convierten en enemigos, si todo vale con tal de alcanzar el poder, esa democracia estará herida de muerte porque la política dejará de ser eso para convertirse en lo que está llamada a ser alternativa: una guerra.

Ignatieff  recurre a Max Weber para su reflexión final, acerca de la vocación del político. La política no es una profesión  más, sino un llamado; se tiene que ofrecer una razón convincente de por qué se entra en la política, una razón de fondo que evite sacrificar todo principio. Así, un auténtico político vive para la política, no de la política.


Gran texto el de Michael Ignatieff. Referencia casi obligada para todos los que participamos de esta actividad con todas sus traiciones y sus miserias, pero también sus ilusiones y esperanzas.

lunes, 21 de julio de 2014

Los progres y el budista

Imaginemos por un momento que un Obispo católico dirigiera un mensaje desde la tribuna de algún congreso local, por ejemplo, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Que un diputado lo hubiera invitado y este Obispo, después de rezar con los legisladores, les impartiera la bendición. ¿Qué reacciones suscitaría ese evento? No cuesta trabajo suponerlo. De entrada, la comentocracia progresista pondría el grito en el cielo: veríamos artículos en los principales diarios de este país censurando la violación al Estado laico e invocando a Benito Juárez y al principio histórico de separación entre Iglesia y Estado. Los diputados opositores al que lo llevó estarían ya pidiendo su desafuero, por faltar presuntamente a la laicidad del Estado consagrada en el 40 constitucional. Twitter sería un hervidero en donde se atacaría con furia al Obispo, a los diputados, al mensaje, al rezo y hasta a la bendición. Pulularían desplegados de “intelectuales” en los principales periódicos exigiendo sanciones ejemplares. Surgirían de la nada asociaciones civiles criticando la injerencia del clero en asuntos públicos. El rasgadero de vestiduras sería verdaderamente espectacular.

Nada de eso ocurrió, sin embargo, cuando un monje budista acudió la semana pasada a la Asamblea del DF  a dirigir una meditación a los diputados locales. Este ministro usó la tribuna más alta de la ciudad para orar junto con los asambleístas, quienes por un momento olvidaron sus diferencias ideológicas y partidistas, cerraron los ojos, unieron las manos, y elevaron sus plegarias al cielo. Quizá el hecho de que este ministro religioso haya sido un líder budista, y no un Obispo católico ---muchos de nuestros progres más que laicos son cristianofóbicos, hay que decirlo—haya sido el motivo para que ninguna reacción en negativo se hubiera producido.

Pero más allá de la incongruencia de muchos laicistas y progresistas de nuestros días, la reflexión de fondo es otra. ¿Hizo daño que este monje, llamado Gyalwang Drukpa, haya orado con los diputados locales? La realidad es que no. Como tampoco hubiera hecho daño que un rabino judío, un imán musulmán o un sacerdote católico hubieran hecho lo mismo, siempre y cuando, claro está, no existiera una confusión entre lo religioso y lo político y estas dos esferas no se invadieran mutuamente. El monje budista dirigió un mensaje de paz a los diputados locales, algo que en lo más mínimo viola la laicidad del Estado, ni mucho menos supone una coacción para los que no son budistas. El problema es que en nuestro país se ha confundido la legítima y necesaria autonomía entre lo espiritual y lo temporal con la pretensión autoritaria por erradicar lo religioso de la esfera social.

Una auténtica libertad religiosa reclama garantizar que creyentes y no creyentes puedan convivir sin mayores sobresaltos. El Estado no debe imponer religión alguna, pero tampoco debe de ir más allá y aspirar a que la sociedad no tenga ninguna creencia. Eso es decisión de cada persona en lo individual. Un auténtico Estado liberal respeta las creencias de sus ciudadanos y no las persigue ni las ve con desconfianza. Filósofos de la talla de Alexis de Tocqueville, agnóstico él, han señalado que las sociedades religiosas tienden a ser más libres, civilizadas y, en consecuencia, más proclives para la democracia, ya que la fe en Dios evita que se caiga en la tentación de divinizar a un gobernante en particular, lo cual es el germen del totalitarismo; la fe en una esperanza superior, decía este ilustre pensador liberal, pone al gobierno en su justa dimensión y limita al Estado en su pretensión por buscar el dominio pleno sobre el ser humano con el pretexto de ayudarlo a construir su felicidad. Cuando esta fe en una esperanza superior decae por el relativismo, surge entonces el mito de la esperanza total en el gobierno; el Estado se convierte así en el único referente ético y moral.

Por eso es que el Estado no debe ver a la religión como una potencial fuente de conflictos –como presupone el laicismo radical—sino como una oportunidad para generar redes solidarias que aporten elementos éticos muy valiosos para el bien común. La laicidad del Estado consiste, precisamente, en que todos los ciudadanos puedan expresarse sin cortapisas y sin más límites que el mantenimiento del orden público; la verdadera laicidad defiende la diversidad social frente aquellos que quieren imponer pensamientos únicos o, peor aún, atribuirse el monopolio de lo que se debe discutir en la arena pública. Por lo tanto, bien hizo la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, una ciudad con inmensos problemas y con una violencia a flor de piel, en llevar a un hombre espiritual a hablarles a nuestros representantes sobre la importancia de construir la paz.